
EN LAS FAUCES DE JAWS “Se trata de una ola, pero no una ola, sino LA OLA. Una masa de agua de miles de metros cúbicos, miles de toneladas, una mole más grande que dos manzanas de edificios de varias plantas de altura, una pared líquida de muchos metros de altura desplazándose a mayor velocidad que Carl Lewis por una pista. Es una enorme rampa de color azul que no parece terminar nunca, rematada por una cresta a modo de rollo de espuma blanca. Un monstruo gigantesco con una boca enorme que se abre con un ruido ensordecedor, un estruendo que estremece hasta los huesos y supera en decibelios y efecto a cualquier equipo de sonido espectacular de cine, y que parece bramar: “Soy Jaws, te voy a devorar”. ¿Te lo imaginas?, pues yo lo he vivido, yo he navegado esa ola”. Daniel Parres. El windsurfista ilicitano Daniel Parres consiguió el pasado 10 de noviembre navegar con éxito Jaws, la mayor ola del mundo con aparición situada, excepción hecha de los tsunamis o maremotos. Cuando la Metro Goldwing Mayer parió su superproducción Tiburón, mal traducida así al castellano, la llamó Jaws que significa mandíbulas. Pues Jaws es el nombre que reciben unos acantilados de la isla de Maui en el archipiélago de las Hawaii, donde se producen, con inusitada frecuencia, las olas más grandes y famosas del mundo. Surfistas y windsurfistas sueñan con deslizarse por las peligrosas rampas que crean las olas de Jaws, pero son pocos los elegidos que consiguen llegar ante su presencia y, una vez ante la majestuosidad de este punto del Pacífico, todavía menos los que se suben a una frágil tabla para desafiar a semejante monstruo. El estruendo de las olas al romper puede escucharse a varias millas de distancia del acantilado y, a medida que te acercas, es como un aviso disuasorio, una advertencia de la fuerza más poderosa de la tierra de que para lograr semejante hazaña hay que dejarse allí mucha adrenalina. La visión de la rompiente desde el punto elevado del acantilado, primero deja sin habla al que contempla la escena, los ojos se dilatan al tiempo que el corazón se encoge y las dudas sobre ¿quién va a meterse ahí? asaltan al más experimentado navegante. Pero ¡claro!, después de tres años de estar maquinando ir a Hawaii a mojar las tablas con la espuma de la dichosa olita, no es plan rajarse a pocos metros de ella. En semejante tesitura se encontraba Dani Parres, conocido como Panamá Man, o el hombre de Panamá Jack, cuando se plantó en las islas del Pacífico, delante de Jaws. Navegar Jaws ¡qué locura!, pero ¡qué gozada!. Dani, armado de material hasta los topes, más lo que pudiera conseguir allí, seguido de cerca por una betacam, con el ojo derecho de Raúl García metido en el visor, abarrotó con su exceso de equipaje la bodega del avión y atravesó medio mundo. Algunos lo hacen por una mujer, otros por dinero, Dani buscaba una ola. En Jaws la mejor época para coger un buen swell (marejada para los castellano-parlantes), “dicen” que es de octubre a diciembre. Dani fue hawaiano del 18 de octubre al 28 de noviembre. Pero no todo es llegar y ¡hala!, montar el material, el traje de neopreno y al agua patos. No, hay que esperar las condiciones idóneas, o ¿quién no las esperaría para meterse (eso en caso de que se atreviese) en una ola como un campo de fútbol?. “En toda mi estancia allí, el 10 de noviembre fue el único día aceptable”, cuenta Dani que hacía mucho que se veía cortándole con su aleta el lomo a Jaws y gritando como un loco, eso sí no se sabe si de emoción o de miedo. Dani lo tenía todo: los aparejos preparados, una tabla cien por cien hawaiana de buen comportamiento “estaba muy contento con ella”, una aleta hand made exclusiva para la ocasión y de tamaño standard para Jaws, muchas horas de entrenamiento, lo que ponen las gallinas listos para jugárselos y un parte de swell favorable, pero que no acababa de llegar a la isla. El 10 de noviembre había poco viento, variable y racheado, estaba nublado, en fin las condiciones no eran las mejores, pero después de tres semanas esperando las series y tamaño de las olas en Jaws no estaban mal y como el parte de viento para los siguientes días no era precisamente alentador. Dani y Raúl decidieron ir hasta el acantilado a echar un vistazo, pero cargados con todo lo necesario por si había que mojarse. Cuando se comenta que Jaws es una aventura es en todo el sentido de la palabra. Hay que ir a buscarla al culo del mundo, es decir a un trozo de tierra que se encuentra en medio de un charquito que se llama Pacífico. Pero una vez allí no os penseis que hay un amplio pasillo que se recorra a pie plano hasta llegar al agua y ¡hola!, aquí está la ola. De eso nada, el Jaws dichoso es un acantilado que el acceso por playa más cercano lo tiene en Hookipa, a más de 4 kilómetros, con viento desfavorable lo que implica una ceñida de narices que cuando llegas a la ola de lo que tienes ganas es de volverte. ¿Que cómo llegan allí los locales?, fácil: en motos de agua, a las que llaman wave runners: corredor de las olas para los que sólo conocen el idioma de Cervantes. Pues bien, aquello es terreno acotado local, es decir de surfistas, los de las velas, que llegaron bastante más tarde que los de las planchas, no están muy bien vistos. Con ello los wave runners son cara comida para el windsurfista y ni la mismísima intervención del campeonísimo mundial Bjorn Dunkerberk sirvió para conseguirle a Dani siquiera un miserable vespino de agua, ni aunque fuera a pedales. Y lo que es mejor ni pagando, así de sobrados van de dólares en este archipiélago polinesio de Oceanía que, sin embargo, es el estado número 50 de los U.S.A.. “La opción de salir de Hookipa con el viento en contra me la dejé en la funda de la tabla y decidí intentarlo por una pequeña entrada, a poco más de un kilómetro, entre los acantilados, que me había indicado Dunki”, cuenta Dani. Lo que no le había comentado de la pequeña entrada el rubio a Parres, era el abrupto descenso, la bajada a rappel de 10 metros y las rompientes en la base que te estampan contra las rocas; un olvido sin importancia, una tontería, pero nada comparable con lo que puede llegar a hacer Jaws con algún incauto que caiga entre sus fauces. Para llegar a las mandíbulas, primero había que salvar otros dientes que eran los del acantilado. Una vez en el agua Dani no lo tenía tan claro. “Menos mal que después de unas series, que me pusieron los pelos de punta, ayudado por unas aletas pude abandonar la roca que utilicé de protección y me puse a salvo lejos de la rompiente con todo el material sin que sufriera roturas”. Montado el material y con Jaws rugiendo a su derecha, Dani vio con júbilo que el viento hinchaba con fuerza su vela de 5 metros, “incluso iba un poco pasado”, y le permitía ceñir con facilidad. Tragando saliva se dirigió hacia la inmensa boca de agua intentando contar las series y elegir olas que rompiesen de forma adecuada para evitar un mordisco letal. “En la primera ola que cogí me encontraba demasiado a sotavento, su velocidad era vertiginosa y, a pesar de que ceñí a rabiar, estaba fuera del pico” relata Dani que describe así el primer contacto: “El poder que noté fue increíble, el ruido impresionante y un temblor me corría todo el cuerpo”. Dani se colocó más a barlovento y se dedicó a dejar escapar las olas hasta que no tenía claro que era la última o la penúltima, o que no iba a romper en el lugar idóneo. Comenzó a bajar olas de 6 ó 7 metros, en diagonal para evitar quedarse sin viento, desde donde comienzan a romper hasta donde mueren. Finalmente llegó una serie que parecía de buen tamaño y Dani decidió ir a por ella precedido de su adrenalina que se fundía como manteca en una parrilla. “El viento pegaba con mayor fuerza y creaba unas pequeñas olitas que me recordaban un ram de speed, con lo que pisé la tabla con todos mis sentidos para evitar algún extraño e irme al agua”. Caer a los pies del monstruo hubiese sido fatal así que “la ola fue aumentando de tamaño, yo cogí velocidad y mantuve una distancia que se me antojó segura de la sección donde iba rompiendo con increíble estruendo. Cuando llegué a la parte baja hice un pequeño bottom con la intención de salirme de la zona de desvente y dejar morir la ola”. Había cabalgado con éxito entre los dientes de aquel enorme escualo de agua y el ilicitano cumplió así su más ferviente deseo. Pero como todo windsurfista quiso más y como todo ser humano fue cogiendo confianza, esa confianza que dicen mata al hombre. “Seguí cogiendo más olas de unos 7 metros y ganando confianza al hacer el bottom, hasta que una me dio un sustito”. Dani intentó explicar como la imprevisibilidad de las olas le jugaron una mala pasada, pero lo cierto es que acabó reconociendo que el sustito cuando se vio a los pies de una amenazante ola que se le venía encima “me puso los pelos de punta” y realizó el water-start más rápido de su vida para alejarse como un cohete del peligro. El viento comenzó a bajar y ya se hacía imposible alcanzar la velocidad de las olas para navegarlas con lo que Dani decidió darle un besito de despedida en la boca de su peligrosa compañera de aventuras y enfilar la seguridad de tierra firme. El windsurfista había bailado con la nativa más famosa del lugar y, al contrario de lo que le ocurrió al capitán Cook, descubridor de las islas también llamadas Sandwich, que durante una rebelión acabó como sandwich de algún local, salió indemne del evento. La jornada no se había terminado, ni mucho menos, porque salir por donde entró era lo mismo que haber escapado de la sartén para ir a parar al fuego, con lo que Dani decidió dirigirse a Hookipa a pesar de que el viento había bajado considerablemente. Dándole más bolsa a la vela y aprovechando las bajadas de las olas se fue acercando a la playa. Finalmente sin viento para seguir y muy cerca de la rompiente decidió desmontar y salir nadando, pero resultó que los nativos no eran tan malos como los hemos puesto y salieron al rescate de Dani remolcándolo hasta la orilla. No se creían de donde venía, sin embargo alguno de los presentes como Carin y Anders Bringdal le habían visto coger las olas y le dieron la enhorabuena.
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